Por Luz Mariana Rodríguez | 14 de febrero, 2024
Caminando por las calles de alguna ciudad, uno se pierde entre el caos cotidiano que te manda a continuar la jornada. Entre el ruido de los autos, negocios llenos de movimiento y personas pasando, ignorándose las unas a las otras. De esta forma cualquiera se sumerge en su propio mundo lleno de inquietud.
Sin embargo ¿Qué pasaría si por un momento se apagara este sistema automatizado al que estamos tan acostumbrados? Si nos detuviéramos a mirar las calles adoquinadas, las fachadas de los edificios abandonados o a las personas que día a día pasan frente a nosotros, ¿Qué historias tienen para contar? ¿Qué viejos dolores callan?...
En un ejercicio de imaginación, te pido que leas, no con la mente, sino con el corazón. Pues mi historia es una de tantas que se han quedado guardadas y que hoy sale para no quedarse olvidada en el tiempo.
Mi nombre es Rosa, durante mis años de juventud mucha gente me describe como una mujer muy bella, soy alta, de cabello castaño, con ojos que hablan más que mis propias palabras y rasgos finos que se comparan con la delicadeza de la flor que me da el nombre.
Nací durante los años cuarenta en un pequeño ejido del estado de Coahuila al norte de México llamado “La Guaje” fui la hija menor de seis . Al crecer, algunos de mis hermanos y yo tomamos la decisión de buscar una mejor vida en la ciudad más cercana, Torreón.
Este municipio se ubica en una zona estratégica, ya que es el puente que conecta distintos estados de la republica con la frontera de Estados Unidos. Además de ser conocida, en aquel tiempo, como el hogar del mejor algodón del mundo, teniendo una industria próspera, facilitando así la llegada de extranjeros soñadores que, al igual que yo, buscaban una mejor vida.
Durante los años sesenta, llegué a pedir trabajo al Hotel Río Nazas, uno de los más lujosos y famoso por su ubicación céntrica. En este lugar mi función era elevadorista. Subiendo y bajando día y noche por los pasillos de aquel antiguo hotel, conocí a mucha gente, desde personas ordinarias que buscaban asilo y comodidad, hasta personajes emblemáticos del cine de oro y la música mexicana, José Alfredo Jiménez , Alberto Vázquez, entre otros.
Es así que este hotel se convirtió no solo en un segundo hogar, sino también en el testigo principal de mis sentimientos más profundos, esos que solo aquellos que los viven, son capaces de explicar su significado.
Fue así como un día mi destino quedaría sellado al ver un par de ojos viéndome fijamente al abrir la puerta del elevador. Un hombre cruzó el umbral, era bajo, no más alto que yo, de tez blanca y cabello negro ondulado, con un encanto indescriptible que me cautivó al momento de conocerlo.
Su nombre era Oscar , un inmigrante Argentino desertor del golpe de estado durante los años cincuenta al gobierno de Juan Domingo Perón. Oscar fue obligado a huir debido a la persecución masiva sufrida a los simpatizantes del gobierno por los seguidores del régimen.
Cambiando así su identidad (es decir, Oscar no fue su nombre real) y echando raíces en un país totalmente desconocido, estableciendo un negocio de yeso en una ciudad no muy lejos de Torreón. Al igual que yo, transformó aquel hotel en su hogar.
De esta forma este argentino sin nombre ni identidad se convirtió en mi máxima ilusión y aquellos pasillos en espectadores de un amor que iba surgiendo con el paso de los días, primero con miradas traviesas y después con momentos secretos que se han quedado guardados en cada esquina de aquel lugar.
Después de Algún tiempo Oscar y yo decidimos casarnos en una ceremonia civil, viajamos por muchos lugares, Aguascalientes , Saltillo, Chihuahua, e incluso compramos una casa, en la que teníamos la ilusión de vivir una vez realizada la ceremonia religiosa, puesto que, mi madre no me dejaría ir hasta que no estuviera bien casada bajo la ley de Dios.
Así vivimos nuestro amor a lo largo de tres años, en los que Oscar se estableció en el hotel, viéndonos día con día en visitas a mi casa a comer y largas caminatas por las calles de Torreón, dejando rastros de aquellos días en los que fui suya y él fue mío… Hasta que un día, de forma repentina él se marchó.
Me dijo que volvería, que nos casaríamos y que me llevaría con él a Estado Unidos. Los días pasaron, después los meses y finalmente los años. Lo busqué por todos lados, preguntándome ¿Qué había pasado? Sin embargo, mi esperanza no se rendía ante el paso del tiempo, yo seguiría esperándolo.
Pasaron alrededor de quince primaveras antes de que yo permitiera la entrada de otro hombre en mi vida, rechazando a cada pretendiente que surgiera, luchando por mantener vivo el recuerdo de mi amor verdadero.
Fue entonces cuando, durante un viaje, conocí al que tiempo después se convertiría en mi esposo debido a la insistencia de mi madre y su temor a que yo sufriera la soledad de la vejez.
Por desgracia, no tardé en darme cuenta de que aquel era un hombre lleno de fantasmas y demonios que me atormentaron día con día. Tiempo después tuvimos un hijo y decidí dar todo aquel amor que tenía guardado desde hace tantos años a esa pequeña extensión de mi ser.
Dicen que hay sentimientos tan fuertes que perduran aún a través de los años, puesto que aún en mis últimos días, la ilusión de volver a ver a Oscar me mantenía con fuerza, no fue hasta que un día, con el uso de las redes sociales, una amiga mía logró contactar a uno de los hijos de aquel argentino al que le había entregado mi vida, al parecer este les había hablado de mi y de nuestros momentos juntos antes de morir.
Fue así como dos años después de su muerte yo entregué mis últimas lagrimas y suspiros al sentimiento de mi amor juvenil, dejando este mundo en el año dos mil doce a causa de un cáncer de matriz.
Curiosamente un día me enteré que mi segundo matrimonio nunca había sido valido.
Recordándome aquella canción del escritor Julio Jaramillo “Nuestro juramento” Quizá lo que firmamos aquel día Oscar y yo, no era un acta nupcial, sino una promesa divina que ni los designios del destino pudo romper, escrito con tinta de sangre, del corazón.
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